Los "johatsu" japoneses: cuando la vida es tan insoportable que borras tu rastro de la Tierra

Los "johatsu" japoneses: cuando la vida es tan insoportable que borras tu rastro de la Tierra
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Cuando los occidentales observamos al pueblo japonés, sus hábitos y soluciones culturales que chocan con nuestra forma de vida, solemos tirar de una explicación: la vergüenza. Si el cristianismo se ha basado en la gestión de la culpa, oriente tira de la vergüenza y el honor como motor de acción. La literatura nos ha hecho creer que el código bushido o "camino del héroe" que marcaba la vida de los samuráis en los siglos XI a XIV se encuentra soterrado en muchas de las conductas que, vistas a miles de kilómetros y 700 años más tarde, nos parecen alucinantes.

Anteriormente hemos hablado del karoshi, ese suicidio involuntario de muchos de sus trabajadores ante la presión laboral por un sentimiento de deber para con la empresa y la sociedad. También conocemos su tendencia a la reclusión y el desapego, como practican los otakus o los hikikomoris. Hoy le toca el turno a los johatsu (蒸発), o "personas evaporadas", como los describe el Gobierno.

Se trata de una solución que muchos de nosotros hemos pensado en aplicar alguna vez, y que incluso se han atrevido a explorar ciertas obras populares. Convertirse en un johatsu es perder tu identidad. Tu familia, tu trabajo, tu nombre. Todo. Te vuelves un fantasma para el Estado, se borra todo tu rastro y renuncias a tu vida anterior para abrazar una nueva y marginal al no poder seguir soportando la presión que te acucia.

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Según estimaciones, 100.000 japoneses al año se han convertido en johatsu en los últimos 40 años. Como recoge un informe de la policía nipona, los "desvanecidos" se convirtieron en un problema social a partir de los 70 que había que regular. Ya desde después de la Segunda Guerra Mundial se habían conocido algunos casos, y a raíz de un famoso acontecimiento en los años 60 que encontró una adaptación a película en 1967 y una balada interpretada por Ken Yabuki, el término, la idea, se popularizó.

¿Y qué presión lleva a estas personas a dejarlo todo?

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Según las estadísticas y los testimonios recogidos, una buena parte de ellos sucumben al agobio laboral o a la vergüenza de haber sido despedidos, cosa que son incapaces de comunicarle a sus seres queridos. También en muchos casos son miembros de familias que han contraído grandes deudas, bien por la adicción a las apuestas o por negocios ruinosos. Hay gente que misteriosamente, y sin justificación alguna, decide inmolarse socialmente.

Una parte importante de las desapariciones, aproximadamente uno de cada cinco casos, tiene que ver con la violencia de género: dado que el Estado no se comprometía (ni se compromete) a luchar contra estos abusos (hasta 2001 la ley dictaba que lo máximo que se podía hacer era pedirle a los maridos que fuesen más respetuosos con sus esposas) muchas mujeres empezaron a dejar a sus familias para vivir en la pobreza.

Porque esa es la nueva vida a la que se deben enfrentar muchos de sus protagonistas. El barrio de Kamagasaki de Osaka y el de San’ya de las afueras de Japón ya no aparecen en los mapas. De hecho, se han borrado sus nomenclaturas y, si preguntas por sus señas, muchos japoneses se hacen los suecos. No es que no sepan de qué les hablas, pero sí es una realidad desagradable que es mejor no afrontar.

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Hombres y mujeres que desaparecen por la vergüenza que llevan sobre sus hombros. Familias que, a su vez, y cuando sospechan que el miembro que ha desaparecido lo ha hecho por voluntad propia, no lo denuncian a las autoridades por sentir ese mismo temor a ser criticados por la sociedad. Esto se confirma cuando se comprueba que según las estadísticas oficiales del Gobierno apenas 2.000 personas desaparecen al año sin dejar rastro o sin regresar a los pocos meses de su periplo.

Según la Asociación de Apoyo a la Búsqueda de Personas Desaparecidas de Japón, son cifras fuertemente infra representativas de la realidad, más cercana a esas 100.000 desapariciones anuales que apuntábamos al principio. Los allegados a un johatsu no suelen advertir a las autoridades. Pero, si cuentan con suficientes fondos y con un interés genuino de recuperar el contacto con la persona, sí solicitan los servicios de empresas o detectives privados.

Dado que las leyes niponas son fuertemente garantistas de la privacidad de los ciudadanos (obligan a mantener el paradero de alguien en secreto incluso ante sus familiares salvo denuncia penal), es más fácil acudir a estos agentes. En la práctica, muchos cónyuges, hijos, hermanos o padres lo dejan estar. No quieren volver a saber de aquel que ha salido de su vida.

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Así que, a la particularidad de ese silencio administrativo que caracteriza a Japón, se le suma esa estructura que protege a los "fantasmas". La existencia de estos barrios les permite encontrar una manera de sobrevivir. "Allí, los Johatsu viven en minúsculas habitaciones de hotel, a menudo sin Internet o baños privados", como recordaba Léna Mauger, periodista y escritora de un libro centrado en las vidas de estas personas.

Allá por los años del milagro japonés, entre los años 60 y los 80, San'ya era el hogar de miles de jornaleros de trabajos industriales y mecánicos. Los obreros de cuello azul que quedaron eclipsados a nivel de reconocimiento del Estado por sus compatriotas de cuello blanco. Eran trabajos informales, masculinizados, sin una gran paga pero que en la mayoría de los casos permitían sobrevivir a estos ciudadanos y en ocasiones, si el afectado era hábil, salvar un poco de dinero con el que volver a la sociedad.

Como comunidades masculinizadas que eran, el alcoholismo, el juego y la indigencia empezaron a proliferar. Muchos nunca lograron sobreponerse de sus adicciones y conductas perniciosas. Las mafias empezaron a tomar partido, adeudando a sus gentes. A día de hoy algunas ONGs entran diariamente al distrito para repartir comida. Muchos vecinos viven de forma tan precaria que se les consideraba muertos en vida.

La vida de los "fantasmas" que está a punto de desvanecerse

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A medida que avanza la tecnología los empleos que sostienen a su población van volviéndose más escasos. A esto se les añaden otros dos problemas: con fines impositivos, y para que las deudas contraídas no se conviertan en una carga, desde 2015 el país está empezando a rastrear con más dureza a sus miembros. A medida que aumenta la presión inmobiliaria, barrios peor considerados empiezan a gentrificarse. Es posible que el modo de vida de los johatsus esté tocado de muerte.

Pese a todo lo visto, esta sigue siendo una solución positiva a un problema muy difícil de afrontar. Muchos de los individuos que toman este camino son precisamente vistos por los demás como débiles. El suicidio, al contrario que en nuestra cultura, allí está visto como un gesto honroso cuando el afectado tiene que enfrentarse al fracaso personal. Así lo ejemplifica el seppuku que practicaban los samuráis, pero también los ahorcamientos o saltos al vacío por el que optan muchos de los salaymen cada año.

Japón es el segundo país con el índice de suicidios más alto de todos los miembros de la OCDE. Aunque las últimas estadísticas dictan que han conseguido bajar a 25.000 suicidios anuales (la cifra más baja en sus últimas dos décadas), quitarse la vida sigue siendo la principal causa de muerte entre los hombres y mujeres de 22 a 44 años. Mejor desaparecido que muerto, podemos concluir.

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Ese es el camino por el que optó Yuichi, un trabajador de la construcción que se "desvaneció" a mediados de los años 90 y con el que pudieron hablar periodistas del New York Post. Además de su trabajo, Yuichi tenía que hacerse cargo de su madre enferma y los gastos médicos asociados, una serie de presiones económicas que le llevaron a la bancarrota.

"No podía ocuparme de mi madre", dice. "Ella me lo había dado todo, pero yo era incapaz de cuidarla de vuelta". Su siguiente gesto podría verse como reprobable en base a los valores nacionales, pero le permitió salir de una situación asfixiante. Llevó a su madre a un hotel barato, alquiló una habitación para ella y la abandonó allí para no volver a verla nunca más. Después se mudó a San’ya. "Aquí ves a gente por las calles, pero ellos mismos saben que han dejado de existir. Nuestra huida de la sociedad fue nuestra primera desaparición. Ahora afrontamos la segunda: aquí nos dejamos morir poco a poco".

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